La Casa-Taquería de Alexander von Humboldt

Es probable que el Centro Histórico de la Ciudad de México nunca deje de sorprendernos. A principios del siglo XIX la actual calle de República de Uruguay contaba con diversos nombres dependiendo del tramo que uno caminara, razón por la cual todavía en nuestros días mucha gente utiliza expresiones como “Allá por las calles de Uruguay”. La avenida actual, dedicada en gran parte a establecimientos restauranteros y comerciales, tuvo a lo largo del siglo XIX (siguiendo un rumbo poniente-oriente) nombres cambiantes cada cuadra: Calle del Paseo Nuevo, Calle del Zapo, Calle de la Victoria, Calle de Tiburcio, Calle de San Agustín, Calle de Juan Manuel, Calle de Balvanera, Calle de San Ramón y finalmente Puerta Falsa de la Merced. Los tramos que aquí nos interesan de la moderna Calle de República de Uruguay son los de San Agustín y Juan Manuel, pues hoy albergan en el número 3 (antes 1046, antes 80) la antigua casona que habitó el genial cosmógrafo berlinés Alexander von Humboldt durante su visita a México, en 1803.

Humboldt fue uno de los más grandes científicos de su época. Fue inventor de instrumentos, geógrafo, escritor y viajero implacable. Llegó al puerto de Acapulco procedente de Venezuela, Perú y Ecuador, donde había realizado infinidad de estudios geográficos, geológicos y zoológicos. Una vez en la Nueva España (que ya se sentía con ánimos independentistas) recorrió volcanes y ecosistemas, realizó mediciones, hizo estudios mineralógicos, levantó censos y finalmente donó sus instrumentos al Colegio de Minería antes de partir en 1804 rumbo a la Habana. Con respecto a la casona que habitó en la antigua calle de San Agustín, debe decirse que hoy se mantiene en pie, aunque prácticamente olvidada y con un uso completamente diferente. Actualmente la casa de Humboldt es una taquería cuya especialidad son las tortas de pastor y una placa casi imposible de ver conmemora el paso del sabio por la Ciudad de México:



“A la memoria de Alejandro de Humboldt, que vivió en esta casa en el año de 1803.
En el centésimo año de su nacimiento los alemanes residentes en México. Setiembre 14 de 1869”.


Es una pena que con el paso del tiempo no se le haya rescatado para convertirla en Museo y que no aparezca en ninguna guía para caminantes, turistas o curiosos de esta ciudad.

Cuesta trabajo imaginar el México que contemplaron los ojos de Humboldt aunque conservemos buena parte de lo que vio. De acuerdo con sus memorias, los edificios neoclásicos de esa por entonces moderna y floreciente capital del Virreinato le recordaban los de París o San Petersburgo, y es a él, ni más ni menos, a quien le debemos el elegante nombre de “La Ciudad de los Palacios” con el que hasta hoy se reconoce a la capital de México. A Humboldt le tocó cruzar un país en efervescencia política y con enorme diversidad biológica y humana. Una buena parte de su obra, que publicó de 1805 a 1834 en unos treinta volúmenes, estuvo dedicada a sus recorridos por el continente americano y a México, aunque su publicación y lo oneroso de sus gastos finalmente lo dejaron en la ruina. Humboldt murió en 1859 después de dedicarle 70 años a la ciencia y al conocimiento del universo.

La visita de Alexander von Humboldt a México y su estancia en la casona de San Agustín fueron cortas, pero sin duda resultan históricas como muchas otras cosas lamentablemente ocultas o cubiertas por el polvo del olvido. Una caminata atenta por las calles del centro de nuestra Ciudad de los Palacios (prefiero ese honorable nombre al propagandístico y falso de “Ciudad de la Esperanza”) resultaría útil y suficiente para notar que cada piedra vieja, cada balcón de herrería, cada placa corroída, están hablando de cosas que han luchado arduamente por su supervivencia. Muchas otras han sido simplemente reutilizadas, cambiadas de lugar o destinadas a usos que sus creadores jamás imaginaron, como la casa de Humboldt, que terminó como popular restaurante de tacos y bonetería. Quién sabe, hasta resulta posible que haya sido eso, su uso comercial ininterrumpido o la conciencia patrimonial de un angustiado burócrata del pasado, lo que la preservó hasta nuestros días.

Alberto Peralta de Legarreta


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