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La
persistencia del ambulantaje en la Ciudad de México
Cuántas veces habremos
escuchado frases como “En mis tiempos todo era mucho más
ordenado” o bien, si se tuvo la suerte de conocer a los
bisabuelos, “El domingo, de San Pedro y San Pablo a Jesús
María, por todo Correo Mayor sin que nadie quisiera venderle
a uno ni un cacahuate”. Entonces, nos dicen, podía
ir uno tranquilo y seguro por Moneda o Corregidora en coche, trajinera
o como fuera, porque en esos tiempos éstas eran acequias
o calles y no los muladares caóticos que tenemos ahora,
convertidos en laberintos de puestos ambulantes que el caminante
se ve forzado a recorrer sin encontrar jamás al temible
Minotauro (claro, a menos que se vea asaltado por un buey cualquiera)
a un costado y detrás del mismísimo Palacio Nacional.
Para poder visitar el Museo de la Secretaría de Hacienda
en el Palacio del Ex – Arzobispado o llevar al infante a
que copie con poca devoción el contenido de las cédulas
del Museo Nacional de las Culturas, primero debe pasarse a través
de un maremágnum comercial en el que seríamos muy
tontos si no aprovecháramos al menos una de las ofertas,
por demás muchas veces irresistibles. La primera sede de
la Universidad, el edificio de la primera imprenta de América,
el templo de Santa Teresa la Antigua o la vieja Casa de la Moneda
bien pueden esperar o ser ignoradas ante la enorme variedad de
juguetes, ropa y
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fritangas que se expenden desde la Catedral hasta más allá
de la Antigua Academia de San Carlos. Habrá también
quienes entre ese barullo supervisado por soldados pasen por alto
que la tradicional Cantina del Nivel se quedó hace años
sin su nivel, mismo que de seguir en su lugar original (y no en
la Plaza del Empedradillo donde hoy está, al lado suroeste
de la Catedral Metropolitana) apenas sería visible, con
seguridad fungiendo como soporte de múltiples mecates sin
loscuales los ambulantes carecerían de sus dignos techos
de plástico.Pero apoyos no les faltarán a estos
nuevos dueños de las calles. Legitimados por décadas
de corrupción en los gobiernos y administraciones de la
Ciudad de México, estos espacios que alguna vez fueron
vía pública hoy no tienen otra ley que la de los
acaparadores y líderes de comerciantes. Pero de qué
nos extrañamos, si desde tiempos lejanos (para no quedarnos
sin uno de los típicos lugares comunes) el centro de la
ciudad fue cuartel de vendedores y hasta contó con mercados
que, de seguir en pie, hoy ocuparían casi la mitad de la
Plaza Mayor, justo frente a los edificios del Ayuntamiento y sobre
la actual calle de Corregidora, antes Callejón de Meleros.
Se trataba de los mercados del Parián (o Almacén,
palabra filipina introducida con la llegada del Galeón
de Manila a Acapulco, una vez descubierta la ruta del tornaviaje)
y el Mercado del Volador, donde a partir de 1842 se vendían
libros, antigüedades y fierros viejos de todas clases. En
aquellos días la Ciudad de México era pequeña
y rodeada de extensos llanos y cuerpos de agua donde sepodía
pescar y hasta capturar chichicuilotes, mismos que algunos
indios vendían vivos o muertos pregonando
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por calles de extraños
nombres como las de la Garrapata, la Buena Muerte o del Indio
Triste. El primer cuadro fue desde mucho antes que eso un mercado
donde hasta las monjas ofrecían dulces y empanadas en ordenadas
canastas y mezclaban sus voces con el silbato de los afiladores
y la hipnótica cantaleta de los vendedores de fruta recién
llegada en trajinera o los puestos de pan. En medio de aquel comercio
informal, como ya se dijo, se levantaba el varias veces quemado
y saqueado Parián con sus exclusivos y exóticos
productos importados del lejano oriente. Como se ve, puede que
a lo largo de su historia la ciudad haya tenido a la Catedral
como alma, pero es innegable que al comercio lo tuvo siempre como
vocación. Así nos lo dicen los nombres gremiales
de algunas de sus calles, que de milagro sobreviven: Tabaqueros,
Mesones, Talabarteros, Curtidores, Mercaderes, Plateros, Mecateros,
Alcaicería (aduana de la seda, un préstamo
del árabe) y Tlapaleros. |
Bueno, hasta aquel sórdido
Callejón de la Diputación, hoy desaparecido, que
albergó los tan proscritos comercios carnales y que hasta
las primeras décadas del siglo XX unió la calle
de 16 de septiembre (antes de Los portales) con la de San Bernardo
(hoy Venustiano Carranza) para después verse transformado
en la dignísima Avenida 20 de Noviembre tras diversas demoliciones
que incluyeron la infortunada casa de San Felipe de Jesús,
protomártir y primer santo de México, con todo y
su higuera milagrosa.
Resulta por tanto muy posible
que a nuestros hijos les contemos -en vez de quejarnos- cómo
fueron los sucesivos rescates y remodelaciones del Centro Histórico,
y que en esas narraciones les hagamos saber cuántas veces
fuimos a esas calles atestadas a conseguir algo que en ningún
otro lugar hubiera sido posible. Quizás les digamos que
el centro valía la pena por el escándalo de sus
Merolicos y Vendedores
con su inagotable ingenio: “Bara, bara, barilla por esta
orilla”, “Pásele güerita, toda nuestra
mercancía es robada, por eso damos tan barato” o
“Siéntate, calaquita, ora báilanos un fandango,
mírenla señores, a la calaquita obediente”
y entonces una lágrima se nos escape ante tan hermosos
recuerdos de ese lugar que nunca más volverá a ser
el mismo de antes.
Alberto Peralta de Legarreta |
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