Breve historia de las Flores en la Ciudad de México


Cuando hace mucho los dioses idearon el mundo (lo que está rodeado por el agua, el Anahuac) buscaban construir un espacio en el que un ser consciente de si mismo y de sus creadores fuera capaz de ayudar a darle continuidad al movimiento del universo, sin el cual ellos mismos estarían perdidos. El hombre tenía por misión no sólo disfrutar de los dones divinos, sino participar y contribuir con su dinamismo como parte de un ciclo en el que nada ni nadie -dioses u hombres- podrían seguir existiendo sin el concurso del otro. Por casi encima de todas las cosas, en medio de todo lo creado los Dioses sintieron una evidente preocupación por la belleza. Tal vez se dieron cuenta de que el hombre, proclive a pensar sólo en si mismo, no sería capaz de responderles adecuadamente si su entorno no era lo suficientemente hermoso y admirable. Fue así como decidieron crear los distintos tonos de verde (uno para casi cada hora del día), imprimieron movimiento a los cielos y esparcieron sobre el mundo las Flores.

 


Con los campos y las montañas cubiertas de estas frágiles criaturas multicolores sujetas a los caprichos del viento, el sol y la lluvia, al hombre sólo le quedó sobrecogerse y sentir que él mismo no era más que otra flor sobre la tierra. La efímera belleza de las flores pronto se convirtió en un símbolo de lo transitorio de la vida, que por tanto debía ser disfrutada y aprovechada al máximo. Esta fue la razón por la que el hombre prehispánico se convirtió también en creador de flores, artista a través del canto, la pintura y la escultura, cuyas huellas subsisten hasta nuestros días. En su simbolismo, la flor prehispánica de cuatro pétalos constituyó una abstracción del universo: cuatro rumbos terrestres y uno celeste, situado en la encrucijada o centro. Esta es precisamente la forma que adquiere un edificio piramidal cuando se mira desde arriba, lugar donde los dioses recibían las ofrendas y vivían gracias a su propia creación. Muestras de esta flor tetrapétala se pueden apreciar en la entrada de uno de los recintos de la Casa de las Águilas, en el Templo Mayor.


Con la llegada de los pueblos nahuas a la ribera del antiguo lago de Texcoco y el final establecimiento de los Mexicah en el islote que después llevaría el nombre de Tenochtitlan, una diferente manera de concebir el mundo comenzaría a imponerse, aunque sin dejar de lado el necesario culto a las flores. A las orillas del lago las chinampas siguieron floreciendo para dar culto a Xochipilli, Hijo de las flores nacido un día Cinco Flor y por ello llamado también Macuilxóchitl. Las flores talladas en el cuerpo pétreo de la imagen del dios indican que éstas eran un camino para llegar al conocimiento de la divinidad por dos medios diferentes: su belleza admirable sólo atribuible a la creatividad de los dioses y su poder alucinógeno. Representaciones de estas flores sagradas pueden verse todavía, aunque bastante vandalizadas, en el cerro Cuailama y el Museo Arqueológico de Santa Cruz Acalpixcan, en las inmediaciones de Xochimilco. Esta zona chinampera situada en la orilla suroeste del antiguo sistema lacustre lleva en su nombre la importancia de las flores, pues sus pobladores, pudiéndole llamar a estas tierras Quilimilco (en el sembradío de quelites), Centlimilco (en el sembradío de maíz), Tenochmilco (en la nopalera) o Huauhmilco (en el sembradío de amaranto) decidieron darle el nombre de “En el sembradío de Flores” pasando incluso por encima de su necesidad básica de alimentarse. Tal vez esta permuta de sustentos por belleza entre los Nahuas explique por qué las flores fueron objeto recurrente de su poesía y hasta de sus guerras; los Mexicah simbolizaron a través de ellas la sangre que manaba de los cuerpos de los sacrificados -que no es otra cosa que alimento para los dioses- y por ello una vez al año celebraran Guerras Floridas fuera de los límites de la ciudad. La finalidad de estas batallas era capturar guerreros, que al ser ofrendados en los templos proveyeran movimiento, con su sangre, al cosmos y a la Flor Solar.

El arribo de los conquistadores de Castilla cambió poco las cosas. Los indios mantuvieron su forma de ver e interpretar el mundo y de alguna forma lograron darle continuidad, a través del sincretismo, en el culto cristiano. Muchos templos antiguos de la Ciudad de México muestran una profusa ornamentación en la que las flores resultaron protagónicas. Por otro lado, en la cima de los cerros continuaron las procesiones y las ofrendas florales a los antiguos dioses, ahora disfrazados bajo la apariencia de cruces, santos, vírgenes y cristos. No es de extrañar que uno de los capítulos más formativos de la identidad novohispana, la historia de las apariciones Marianas de Guadalupe en el Tepeyac, estuviera tan profundamente marcada por la presencia de las flores. De acuerdo con la tradición Juan Diego recibió flores de manos de la Virgen, y fueron éstas mismas el vehículo del milagro de su imprimación en la tilma del indio mensajero. Cabe aclarar que aunque la tradición dice que las flores elegidas por la Virgen para su milagro eran Rosas de Castilla, en esos tiempos el nombre genérico para “flores” era precisamente Rosas. El texto que narra el encuentro entre Guadalupe y el indio nos habla de una gran diversidad de flores, probablemente en referencia a Todas las flores de la tierra, que antes poblaban el Tlalocan (“¿Dónde estoy?” -dice Juan Diego al presenciar la aparición- “¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos, nuestros antepasados, nuestros abuelos, en la Tierra de las Flores…?”) A partir de ese momento a la Virgen de Guadalupe se le representó rodeada de Rosas y ángeles, e incluso el pintor de la imagen original del Tepeyac (o su retocador) tuvo a bien trazar con el pincel una simbólica flor de cuatro pétalos sobre el vientre de María de Guadalupe, designándola así, probablemente, como eje del mundo terreno y pilar celeste en su calidad de portadora del Salvador. Años más tarde, y haciendo gala de un complejo y florido lenguaje barroco, Sor Juana Inés de la Cruz escribiría también sobre Guadalupe en uno de sus sonetos:


La compuesta de flores maravilla,
divina protectora americana,
que a ser se pasa Rosa Mexicana
apareciendo Rosa de Castilla...


En el campo científico hubo también quien se interesara en las flores de la Nueva España y la Ciudad de México. Francisco Hernández, protomédico de Felipe II, realizó alrededor de 1570 un recuento de las plantas medicinales de las nuevas tierras (basada en su afición por Plinio el Viejo) y para ello describió con lujo de detalle y dibujos una gran cantidad de flores en su Historia Natural de la Nueva España, que además aporta abundante información sobre la herbolaria medicinal de los indios. Antes que él, cuando la conquista espiritual de México contaba tan sólo unos pocos años, Fray Bernardino de Sahagún y otros de sus compañeros franciscanos habían fundado el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco para educar y evangelizar a algunos de los indios notables de la ciudad y sus alrededores. Probablemente fue en ese lugar donde los alumnos Antonio Badiano y Martín de la Cruz compilaron su Libellus de Medicinallibus Indorum Herbis (Librito de hierbas medicinales de los indios), códice en el que dibujaron y dejaron anotadas en latín las propiedades de varias plantas y flores curativas. Finalmente hacia 1801, asombrado por la diversidad botánica y en la misma tradición manuscrita, el religioso Juan Navarro realizó una nueva aportación con su Jardín Americano, lleno de bellos grabados de flores y otros vegetales endémicos.
Como se ve, desde hace mucho las flores han sido objeto de atención y un producto con gran demanda en la capital de México. Fueron utilizadas a gran escala para las fiestas en tiempos prehispánicos y posteriormente para el culto católico. Como mezcla de estas dos tradiciones surgieron las Portadas, los Altares e incluso los Túmulos, adornos monumentales en los que el artesano de las flores se lucía entrelazándolas con zacate y otros materiales de soporte para dar vida a las celebraciones populares. Las portadas de flores se utilizan hasta nuestros días para adornar trajineras o engalanar la entrada de pueblos o barrios durante las fiestas patronales. Entre los más sobresalientes constructores de portadas en la Ciudad de México destacan, como desde hace mucho tiempo, los de los típicos pueblos coyoacanenses de La Candelaria, Los Reyes y el Barrio de San Francisco, donde la tradición y el culto a las flores tienen hasta nuestros días gran permanencia. En 1856, por ejemplo, el presidente Ignacio Comonfort emitió un decreto para autorizar un festejo anual en la Villa de San Ángel Tenanitla, cercana a Coyoacán, donde desde entonces se ha celebrado sin interrupción la Feria de las Flores en los alrededores del antiguo Convento del Carmen, cada mes de julio.

Tiempo atrás, cuando en nuestra antigua ciudad sobrevivían aún los canales navegables (que en el caso de la Acequia Real llegaban hasta el costado sur de Palacio Nacional) las flores eran transportadas de un lado a otro de la cuenca lacustre para ser vendidas en mercados y calles. Los principales lugares donde éstas se sembraban eran Xochimilco, Tláhuac y Coyoacán, y los mercados más populares donde se expendían fueron La Merced y Jamaica. Sobre este último cabe decir que su nombre no se debe a la popular y purpúrea flor utilizada para hacer aguas frescas, sino a ciertas fiestas llamadas también Jamaicas, equivalentes a las vendimias actuales de alimentos que se celebran en los alrededores de las plazas de toros, como la que solía existir en el lugar donde hoy se levanta el conocido mercado, fundado en 1902 tras haberse cegado el canal de la Viga. Las flores llegaban a Jamaica a través de una red de canales desde Xochimilco y Mixquic; algunas de estas vías de agua se mantuvieron en funcionamiento hasta la década de los cuarenta del siglo XX. Aunque estos mercados no han decaído, en nuestros días se han visto opacados en parte por la Central de Abastos, cuyos mercados de flores y hortalizas cuentan con una extensión de 16 hectáreas cuadradas y son sin duda el centro concentrador de flores y productos más importante de Hispanoamérica. Funcionan también los mercados de plantas de Cuemanco y el Barrio de Natívitas, en Xochimilco, además del célebre mercado permanente de flores, en el citado Barrio de San Ángel. En ellos es posible conseguir no sólo flores mexicanas, sino una inmensa variedad de especies de invernadero adaptadas exitosamente por los floricultores de México.


Sólo hace falta abrir bien los ojos para ver a las calles de la Ciudad de México llenas de flores. Pocos son los cruceros y avenidas donde no haya quien las venda, listas y aderezadas en ramos para ser entregadas y quedar bien, pero si no se corre con suerte es posible hallarlas frescas en algún expendio de lámina o florería. Aunque si la cosa es sólo mirar en este lugar donde muchos nos hacemos los ciegos, entonces resulta fácil hallarlas en los camellones, las ventanas de las casas, los parques o aferradas hasta a las fisuras de las banquetas. Pues a las flores uno no puede sino ponerles atención. Tal vez, como decía el poeta Tecayehuatzin de Huexotzinco, las flores sean lo único verdadero sobre la tierra; de ser así, lo mejor sería que en una Ciudad de México, donde de por sí casi todo resulta efímero, no hubieran ojos que se cansaran de buscarlas y mirarlas.

Alberto Peralta de Legarreta

Volver arriba

 

Objetario® y Objetario de la Ciudad de México son Marcas Registradas. Todos los textos e imágenes ®Alberto Peralta de Legarreta