la madre
luis mario schneider
Antes de que naciera el hijo la
mujer tuvo amargas predicciones. La que más le impresionó
fue aquel sueño en que, envuelta en gasa rosa y abrazada
a una inmensa tortuga, se arrojaba desde un campanario, tardando
siglos en caer al polvo.
Pero soportaba todo, el vientre pesado y húmedo,
imaginándose al niño rubio y ensortijado que galopaba
por el campo cubierto de tréboles y margaritas, vestido de
terciopelo sobre un potro nervioso y alazán. Sí. porque
sólo se imaginaba a Cristóbal en lugares abiertos,
en pajonales interminables, bajo cielos transparentes.
Y el hijo nació un viernes veintisiete de
abril entre encajes azules, como nace la gente que vive en castillos
con fosos y jardines y árboles milenarios
A los nueve días se hizo el bautismo. Quiso
que fuera padrino el único hermano del esposo, porque así
le parecía que no estaba tan ausente su Felipe que partió
también un viernes veintisiete, sin poder tocar al hijo que
tanto deseó.
Junto a la pila bendita la madre juró vivir
solamente para su Cristóbal, sacrificarse y sacrificar todo
a fin de que el hijo fuese inmensamente feliz, que no conociera
nunca la tristeza, que no supiera jamás del ahogo de la vida.
Al regreso, cuando pasó la puerta enrejada
de la casa, entendió que su existencia estaba dentro, entre
la penumbra tranquila y mohosa de las habitaciones altas.
Los pocos parientes le aconsejaron
tomar una doméstica. La madre se resistió afirmando
que no permitiría que alguien desconocido arrullara a Cristóbal,
y en cuanto al trabajo de la casa lía estaba acostumbrada.
Todas las tardes se sentaba en la
galería del fondo, cobijada por los jazmines, con el niño
en los brazos. Y lo veía grande y fornido como esas estampas
de mancebos desnudos que, clavados en un perfecto pie, arrojan objetos
al viento; lo veía, sí, elegante y soberbio deslumbrar
a las mujeres, tener duelos de espadas, saltar las tapias y raptar
doncellas.
A los doce meses, en el primer aniversario,
reunió a la familia, y entre oportos y naranjadas, todos
festejaron las temblonas paradas del niño, lo robusto que
era, su blancura de porcelana.
Sólo el tío Constancio,
al retirarse comentó a su mujer:
-Parece fuerte, pero tiene mirada
de ido.
Como cinco meses más tarde
la madre tuvo la sensación de que algo anormal estaba sucediendo.
No dudaba de que el hijo se sostenía bien, pero sus ojos
brillaban con un brillo enajenado, que la inquietaban. Además
la cabeza se movía sin eje, como que se iba a desprender
como si fuera a rodar por sí misma.
Poco tiempo después, allá
por octubre, vio la saliva incontenible. Una densa baba que chorreaba
desde los dientes y parecía no tener comienzo ni fin.
Ya no esperó. Ambos como
fantasmas marcharon al médico un atardecer opaco y neblinoso.
La mujer explicó. Habló
tanto, dijo que era el único ser que amaba, que si Cristóbal
no se curaba la vida le sería un incansable tormento, que
prefería no vivir más. El médico predicó
resignación; no la quería engañar, el caso
era difícil. Lo mejor, paciencia y voluntad y la fe en que
la ciencia "madre señora nuestra" no tardaría en disipar
todas esas "pequeñas contrariedades de los hombres".
Al partir, sin embargo insinuó:
-Algunos antecedentes demuestran
que llegados los pacientes a la pubertad suele producirse una distorsión
nerviosa y sanarlos.
La madre regresó pesada y
confundida como si sintiera de golpe que cielo y tierra la prensaban
despacio, pero fatalmente.
Y esperó días, semanas,
meses, estaciones, años, como los que esperan el milagro.
Vivía encerrada, viendo al
hijo caminar desarticuladamente, emitir sólo sonidos, y sus
pómulos pálidos y pronunciados. Vivía aislada
y doliente, odiando al sol, a los caballos y a los campos de tréboles
y margaritas. Odiando las estampas de mancebos desnudos que arrojan
objetos al viento.
No hablaba con nadie, dejó
de tener parientes. Comía tan poco, dejó casi de tener
hambre.
Una mañana, catorce Otoños
habían pasado desde aquel viernes veintisiete, la madre se
levantó decidida. Arregló la casa como para una gran
fiesta, abrió las ventanas, puso jazmines de Arabia en los
jarrones. Por la noche acostó a Cristóbal y salió
un rato a contemplar el cielo álgido de estrellas, a respirar
la humedad de los naranjos, a trenzarse el cabello con desparpajo
juvenil.
Después entró despacio
y como una novia, como una desposada cándida, pero resuelta,
se apretó desnuda al cuerpo esponjoso del hijo.
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